El Corazón de Jesús y la caridad

El Corazón de Jesús y la caridad

La conferencia celebrada en Roma el 8 de mayo de 1884 en la excelente Casa de los meritorios Nobles Oblatos de Tor de’ Specchi quedará inmortalizada en la historia de la Pía Sociedad Salesiana. Tras el informe del amado Don Bosco sobre las obras realizadas por los Salesianos y sus Cooperadores en los dos años anteriores, Su Eminencia el Cardenal Parocchi, Vicario General de Su Santidad, quien tuvo la amabilidad de presidir la conferencia, intervino. Tras pronunciar las más afectuosas y benévolas palabras para la misión de los Salesianos y su fundador, el piadoso y erudito Cardenal procedió a determinar cuál era la impronta, la nota y, por así decirlo, la fisonomía particular con la que Dios quiso que se distinguiera la Congregación Salesiana, reconociendo esta impronta, esta nota esencial en la caridad ejercida según las necesidades del siglo.

Es cierto que, al margen de las alabanzas debidas únicamente a la exquisita benevolencia del ilustre Príncipe de la Santa Iglesia, no se puede negar que la caridad es el principal objetivo de nuestras pobres fuerzas, y esto porque si la caridad siempre ha sido el medio más grande y poderoso para atraer a los hombres al bien, en nuestros días bien puede decirse que es el único que puede conducir a esta meta. Efectivamente inmerso como está nuestro siglo en las cosas temporales, frío ante las bellezas de la fe y las grandezas de la religión, que desconoce, escéptico o poco menos ante las alegrías de una vida futura, de la que se burla, ¿qué hay, sino la caridad, que pueda impresionar el alma de la generación presente? Sacar a los jóvenes de la vagancia, acogerlos en hospicios para preservarlos de la pobreza y el desorden, educarlos en la escuela para que un día no sean la plaga de la sociedad ni llenen las cárceles, esto es lo que nuestro siglo quiere, lo que impacta.

Es cierto, como bien observó el docto Cardenal, que nuestro siglo no conoce ni el principio ni el fin de la caridad, sino solo los medios; pero también es cierto que solo a través de la caridad, percibida a su manera, se abre camino hacia la fe, hacia Dios. Ahora bien, si la caridad es el fin esencial de la Sociedad Salesiana y sus Cooperadores, si es también el único medio seguro para cristianizar nuestro siglo, ¿quién no ve cuán sublime, digamos inspirado, debió ser la idea del inmortal Pío IX y de su dignísimo sucesor León XIII de que en nuestros días se erigiera un templo en esa Roma, cuna del cristianismo, de la cual la caridad es hija primogénita, y que este templo estuviera dedicado al Corazón de Jesús, personificación de la caridad? Es cierto que, si contemplamos brevemente la vida de Jesús, tal como nos la presentan los cuatro Evangelistas en su dorada sencillez, vemos que no hubo miseria, tanto física como espiritual, que su tierno corazón no aliviara.

El pobre paralítico de Jerusalén lleva 38 años clavado en su cama, y no se atreve a esperar ni a pedir sanación, tan imposible le parece el único medio necesario para ello. Pero el Corazón de Jesús se lo impide, y no espera a que se rece por él, pues, como nos dice el amado apóstol del Corazón de Jesús, verlo, conmoverse a compasión, sanarlo perfectamente y enviarlo así curado a su casa con la cama sobre sus hombros, era un solo punto.

Oprimida por una terrible enfermedad, encorvada en toda su persona, la pobre mujer de Cafarnaúm acude en medio de mucha angustia a la sinagoga, para escuchar la palabra divina y hacer oración pública, lejos de pensar que allí encontraría su perfecta sanación. El buen Jesús la ve, y su amantísimo Corazón no puede permanecer impasible ante tal desgracia; La llama, coloca su mano bendita sobre su cabeza, e incluso antes de que se lo pidiera, o mejor dicho, quizás incluso antes de que la enferma pensara en rezarle, le devuelve la salud original con esas palabras consoladoras: «Mujer, estás libre de tu enfermedad». No es de extrañar, pues, que, cautivados por la bondad y la ternura del Corazón de Jesús, los enfermos acudieran allí incluso desde los lugares más remotos y en tal multitud que también llenaban las calles y lugares por donde Jesús pasaba, formando a su alrededor una especie de vasto hospital.

¿Qué diremos entonces de la compasión de Jesús por los males y las miserias del alma? ¿Quién no recuerda las lágrimas que derramó sobre Jerusalén, sumida en el error y envuelta en el vicio, y sus dulces palabras de reproche dirigidas a la ciudad desdichada, cuando (clara señal de que no hablaba por aversión ni desdén, sino por sincero y cálido afecto) esta, sin embargo, lo recibió con los más altos honores y lo aclamó con entusiasmo como el rey bendito? ¿Quién puede haber olvidado la compasión de Jesús por los males espirituales del pueblo judío, que yacían como un rebaño sin pastor por falta de verdadera guía, y su dolor por la escasez de obreros en comparación con la abundancia de la cosecha, y la invitación, incluso el mandato, de orar para que Dios, dueño de la cosecha, enviara segadores fieles a su viña? Este mandato nos hace comprender claramente cómo una de las obras más hermosas y queridas del Corazón de Jesús es proveer a la Iglesia y a la sociedad de buenos obreros evangélicos, es decir, promover con gran celo las vocaciones al estado eclesiástico, especialmente ahora que el número de ministros del Santuario se ha reducido tanto.

Ahora bien, si el Corazón de Jesús fue todo caridad y ternura por las miserias de los hombres, si ayudar a estas miserias es precisamente lo que más eficazmente funciona en nuestro siglo y con lo que con mayor seguridad podemos socorrer las necesidades espirituales y temporales de nuestros hermanos, ¿por qué no deberíamos contribuir con oraciones y obras a apresurar la consagración de ese templo, que con el triunfo de la caridad debe marcar también el triunfo de la fe? San Juan, el Apóstol del Corazón de Jesús, tras afirmar que hemos aprendido de Jesús a conocer y distinguir la extrema caridad de Dios hacia nosotros, añade que Dios es propia y esencialmente caridad, y quien está en la caridad, está en Dios: «Et nos cognovimus et credidimus charitati quam habet Deus in nobis. Deus charitas est et qui manet in charitate, in Deo manet».

¿Queremos, pues, que la sublime escuela de caridad de Jesús se difunda ampliamente y que sus enseñanzas se aprendan profunda y eficazmente? ¿Queremos que nuestro siglo sea guiado irresistiblemente por el esplendor de las obras de caridad para conocer y amar las verdades de nuestra santa religión? Luchemos con todas nuestras fuerzas por la construcción plena y completa de la Iglesia y del Hospicio del Sagrado Corazón. Sí, la cruz del Sagrado Corazón, que se alza imponente en la nueva Roma, donde la herejía protestante ha fijado sus tiendas y donde tantos pobres jóvenes gimen en el abandono y en la miseria, brillará al mismo tiempo como símbolo glorioso de los triunfos de la caridad y de las conquistas de la fe.

Boletín Salesiano | Junio de 1886

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